martes, 30 de junio de 2009

EL Corazon Del Reino (Capitulo 1)

El Corazón Del Reino
Capitulo 1: El Juglar y La Princesa

El juglar sopesó en su mente las canciones y poemas que serian útiles en este momento. A su cabeza vinieron de forma inmediata varios relatos que seguramente soltarían una carcajada de la persona más amargada en todo el reino. Eligió el que seguramente sería el más gracioso de todo su repertorio, uno que involucraba piruetas, saltos y muecas y que terminaba con él de cabeza girando sobre ella ,en una danza poco ortodoxa. Eso junto a la canción con la melodía más cómica jamás escuchada eran el ingrediente perfecto para curar la tristeza.

Este sería un trabajo fácil.

Sin embargo ver esos ojos perdidos y poder sonreír no era fácil. La princesa parecía en otro lugar, lejos de allí. Y a pesar de que le ofrecieron una fortuna por hacerla reír y sacarla de su sufrimiento, ahora parecía lo contrario. Ella lo llevaba a él hacia las profundidades de la pena y la agonía. Tan solo ver esos ojos vidriosos bastaba para entrar en una melancolía absoluta. Sin embargo debía hacer el trabajo, tenía que hacer reír a la princesa.

—Su majestad, prepárese para un ataque de risa.

El viento pareció cambiar de dirección en la terraza del castillo real. La princesa le dirigió una mirada vacía, pero a la vez compasiva. El juglar no pudo seguir hablando.

— ¿Cómo quieres que ría, mi amigo bufón?... ¿como reír, cuando en mi interior llevo la pena más grande al enterarme de que mi padre, el rey, ha muerto?

—es una gran pérdida para el reino, mi bella dama, pero no debe seguir lamentándose. Es hora de que piense en que la vida continúa…

—lo sé, mi amigo bufón, pero no sé si pueda continuar sin mi querido padre. Era mi única familia.

—Pero aun tiene a su Tío…

—Se que él te contrato para hacerme reír, mi amigo, pero a pesar de que parezca una bella hazaña, ese hombre que ahora se corona como Rey es el peor ser que habite este reino.

—Pero princesa…

—Y lo peor, es que sé que mi padre vive. Es mi mayor certeza.

El juglar pensó que la muchacha debía estar enloqueciendo. Pero debía seguirle la corriente si quería que Su Majestad el Rey Dariel le pagara lo prometido.

—Entonces no debería llorar, mi querida Princesa. Si usted cree que su padre vive, entonces ese es motivo de alegría.

— ¿Alegría? Esa palabra no tiene significado para mí. Nadie me cree, todos piensan que he enloquecido al pensar que mi padre vive, pero es que yo lo siento tan fuertemente…

—Entonces princesa, déjeme que le relate una historia. Es un cuento que viene de muy lejos, más allá de las montañas, donde existen reinos jamás oídos por nosotros. Es la historia de la pequeña Isabella. Ella, al igual que usted quedo huérfana. Pero en su interior sentía que sus padres aun vivían. Nadie le creyó y la tildaron de loca. La pobre Isabella solo podía llorar y lamentarse todo el día. Pero en cierta ocasión apareció un viejo sabio y se acerco a Isabella y le pregunto la causa de su tristeza. Isabella le relato su historia y el viejo quedo pensando. Finalmente le dijo a la pequeña unas palabras muy sabias: “y que esperas que no sales a buscarlos”.

—Amigo bufón…me quieres decir que…

—Princesa, es muy fácil lamentarnos de nuestra desgracia, pero mientras tengamos los medios para poder cumplir nuestros anhelos, no debemos perder nuestras esperanzas. Si cree que su padre aun vive, debe hacer todo lo posible para encontrarlo.

La princesa quedo pensativa. Sus ojos cristalinos parecían brillar con otra luminosidad. Las lágrimas que poblaban su mirada, se sustituyeron por un semblante de seguridad y anhelo.

—Amigo bufón, no sé cómo pagarte lo que has hecho hoy por mí.

—Su majestad, usted también ha hecho algo por mi hoy. Me ha recordado porque me dedico a ser un juglar. La verdadera razón para la cual decidí trabajar en esto. El ayudar a las personas. El dinero y las riquezas no se comparan a ver sus ojos y saber que pude ayudarla a sobrellevar la angustia.

—Jamás olvidare lo que has hecho hoy por mí, amigo bufón, serás debidamente recompensado. Ahora si me permites, tengo muchas que preparar.

Mientras la princesa se alejaba, el juglar sintió como su corazón estaba lleno de alegría. Ahora podría realizar esa presentación con piruetas y la canción cómica en la plaza delante de todos. Su nueva misión seria llevar la Alegría al mundo.

El ejemplar de “Las Aventuras de Alenass” era más pesado de lo que pudiera imaginar. No entendía para que el Lord pudiera necesitar un libro tan tonto como ese, pero los deseos del Lord nunca se cuestionaban. Menos cuando necesitaba un libro para estudiarlo.

—Amelia, espera un poco.

Era Valoriel, el Sirviente personal del Lord.

— ¿Qué sucede Valoriel?

—Mi Lord necesita otro libro, el “Complemento de los Valles Blancos”

Amelia titubeo un segundo, pero luego fue hacia un estante y saco el libro solicitado.

—Así está bien, Amelia. Ahora puedes ir a tu casa, ya no se te solicita en el Alcázar.

—como mandes Valoriel.

El sirviente se retiro y Amelia quedo sola en la biblioteca. Estaba muy confundida. Por un lado era imposible que el Lord llegara a sospechar siquiera de aquel libro, pero por otro no existía motivo para que lo hubiese pedido. Amelia no sabía si sentirse aterrada o confundida.

Súbitamente un ruido estruendoso se escucho desde el ala norte del Alcázar. Parecía un estallido o un trueno. Amelia corrió a observar por la ventana y vio como desde las habitaciones superiores de la Torre Principal brotaban llamas incandescentes y luego observo el cielo y pudo ver como tres naves sobrevolaban el castillo. De pronto algo brillante salió despedido desde una de las naves y se fue a posar en lo que Amelia supuso sería el patio interior de la tercera ala del Alcázar. Cuando el objeto brillante desapareció de la vista de la mujer, otro ruido estruendoso se dejo oír, esta vez acompañado de una especie de temblor y una explosión gigantesca.

« ¡Han llegado! ¡Los Corsarios han llegado!»

Este fue el ultimo pensamiento de Amelia antes de caer inconsciente en la Inmensa habitación del Alcázar de las Victorias.


By Santiago Fernandez



jueves, 4 de junio de 2009

Planetarium


Planetarium

By Santiago Fernandez

Las aves en vuelo de hibernación hacia el norte revoloteaban sobre su cabeza impidiéndole que se concentrara en el libro. Sus pensamientos vagaban lejos de allí, viajaban a lugares distantes donde pudiera refugiarse del mundo exterior. Un mundo que todavía no podía comprender.

Los gritos de unos niños lo sacaron de su enajenación, trayéndolo de nuevo a la realidad. Allí estaban, jugando, ajenos a la inmensidad del universo, sin percatarse de lo pequeño que eran en el vasto espacio sideral.

Se puso en pie rápidamente y observo el árbol que le sirviera de respaldo por varias horas mientras leía su libro. Allí estaba todavía la marca que hiciera años atrás. Su nombre grabado con un cuchillo en la corteza y al lado de este un nombre que trajo a su mente muchos recuerdos. Anabel. Su sola mención acarreaba tantas memorias que hubiese deseado no haber mirado aquella marca.

Dio media vuelta y se encaminó al puente de aquel parque. Ya atardecía y las estrellas comenzaban a aparecer. Eran como unas pequeñas luces que iluminaban toda la bóveda celeste. Cuando casi llegaba al puente una silueta se acerco a él. En la penumbra del crepúsculo no pudo distinguir bien a la persona, pero pudo ver que era una mujer. Una briza de viento le llevo una oleada de perfume. Un aroma que se introdujo en lo más profundo de su ser. Un perfume que había olido tantas veces antes.

—Anabel.

La mujer se acerco aun más y rodeo su espalda con sus brazos en un cálido abrazo. El la envolvió con los suyos mientras el corazón latía estrepitosamente. Que Anabel hubiese regresado a la cuidad solo podía significar una cosa.

Los astros siderales recorrían el vasto cielo sin percatarse de la incertidumbre de su corazón.

—Ian…te he extrañado mucho…

—Yo también, Anabel. Estoy contento de que hayas vuelto…

Parecía inquieta. Algo debía ocurrirle. Cuál sería la razón para que hubiese vuelto. Y por qué lo estaría buscando a esas horas, cuando las constelaciones ya cruzaban el cielo.

—Debes venir, Ian. Todo ha cambiado. Hay problemas.

Lo que más tenía oír, ahora salía de la boca de Anabel. El pasado se arremolino en su cabeza vertiginosamente. Cada hecho de aquel funesto día cuando Anabel tuvo que abandonar la ciudad y sus destinos quedaron separados para siempre. Ahora todo volvía a ser tan claro y palpable que tuvo miedo de que se volviese a repetir.

— ¿vendrás, Ian?

La luna adornaba ahora el cielo. La noche se había apoderado del lugar y un dorado haz plateado de luz iluminaba sus rostros.

—no tengo otra opción, Anabel. Ambos sabemos que lo que ocurrió nos ha unido y separado a la vez.

—Todo ha cambiado—repitió—esta vez no tendremos que separarnos nunca más.

Parecía algo tan ilógico. Pero aun le bridaban esperanzas. Si lo que Anabel decía era cierto, entonces podrían ser felices, por siempre.

Sin decir una sola palabra más, ambos caminaron a través del parque. El auto de Anabel seguía siendo el mismo. Era todo como volver al pasado. A un tiempo donde todo era mejor.

Al interior del vehículo, el silencio seguía reinando el ambiente. Ni una sola palabra. Solo el angustiante ruido de un exterior donde nadie se percataba de que dos personas se volvía a encontrar después de diez años. Un reencuentro que traía nefastas consecuencias.

Tal como lo esperaba, llegaron al viejo observatorio abandonado. Las dependencias del edificio estaban tan gastadas y destruidas, que ya no parecía aquel lugar donde él y Anabel pasaban las horas. Pero aquel fue el lugar donde sus vidas cambiaron para siempre.

— ¿estás segura?

Anabel se bajo del auto y se dirigió a la puerta, escondida entre las enredaderas. Él la siguió. El volver a aquel lugar era como vivir de nuevo aquella pesadilla. Jamás podría olvidar el pecado cometido allí.

—Anabel…no creo que sea bueno…

—Te dije que todo cambio, Ian.

Vacilante se acerco a ella. Observo a su alrededor el paramo donde el observatorio abandonado se ubicaba. A lo lejos observo a un joven que recorría algunas de las dunas que la tierra formaba. La luna le dejaba ver que llevaba un suéter rojo. Allí en el cielo, serenos, todos los astros giraban en un constante movimiento, ajenos al dolor que en su pecho volvía a sentir.

Anabel saco un manojo de llaves y seleccionando una abrió la puerta que emitió un agudo sonido.

— ¿aun las tienes?...pensé que las habías botado…

Ella no dijo nada. Parecía otra persona. Sería acaso que el dolor era tan grande que no la dejaba actuar con normalidad. O se habría vuelto tan fría que recordar lo ocurrido allí, ya no le afectaba en lo absoluto.

Adentro estaba todo oscuro. Pero aun había energía eléctrica de emergencia. Todo era una maraña de polvo y desorden. Allí era donde por más de seis años habían trabajado en la observación de los señores del universo. Las constelaciones y galaxias habían sido su gran compañía. Hasta que ocurrió el gran incidente. Todo había acabado allí.

Los pasillos se mezclaban como en un laberinto. Anabel parecía recordar exactamente la habitación que buscaba. Como si nunca hubiesen pasado diez años. Cuando llegaron Ian se extraño de lo que sus ojos veían.

Era la sala de seguridad. Una pequeña instancia donde un guardia vigilaba antaño, los posibles problemas que pudiesen ocurrir. Anabel prendió una pequeña pantalla e inserto una cinta que estaba sobre la mesa.

— ¿Recuerdas que yo misma borre la cinta de seguridad, para que nunca hubiesen pruebas?

Ian asintió. Un sabor amargo recorrió su paladar.

—hace una semana exactamente recibí una carta donde se me acusaba de ser la culpable del crimen ocurrido aquí. Decía que tenía pruebas para tal denuncia y que debía venir aquí, contigo, para arreglar el asunto.

No podía ser cierto. Ian quería despertar de aquel sueño.

—No quería meterte en esto, Ian. Ya estuviste muy involucrado, solo por ayudarme. Así que vine sola hoy en la mañana…y…lo que descubrí me ha dejado desamparada. Aquí mismo estaba esa cinta reproduciéndose…

Ian observo la pantalla. Allí estaban él y Anabel. Y el desafortunado doctor Petrowsky. Como podía ser posible aquello, no lograba comprenderlo.

—no comprendo, Ian—continuo Anabel—como pudo existir una copia de esa cinta, ni quien es el que está detrás de esto. Pero tengo miedo…y tome una resolución…voy a confesar todo…tu sabes que es lo mejor, contare toda la verdad…debí hacerlo hace mucho tiempo.

Ian creyó que iba a desmayarse. Si Anabel confesaba todo, entonces estarían separados para siempre. Después de volver a verla, no podía estar lejos de ella…

Entonces descubrió porque tenía tanto miedo. Si Anabel confesaba…el también podría ser inculpado como cómplice.

—Anabel no debes…

—no te preocupes Ian. Nadie sabrá que tú me protegiste. Nadie sabe que tú eres un testigo.

Los planetas dieron un giro vertiginoso en la gran maquinaria del Universo.

—Yo lo sé.

Las palabras brotaron de la boca de un joven. Su presencia en la habitación fue tan sorpresiva, que Ian casi se cae de bruces. Era alto, cabello rubio y estaba vestido con un suéter rojo. No se sorprendió al ver que era el mismo que había divisado entre las dunas.

—yo sé todo. Sé que ustedes son un par de asesinos. Sé lo que hicieron en este lugar. Sé que por su culpa cerraron este observatorio.

Ninguno tenía palabras. El miedo, el dolor, la pena, la culpabilidad. Todo era mayor.

—Soy Charles Petrowsky. Ustedes mataron a mi padre. Ahora me vengare.

De su bolsillo extrajo un revolver y apunto directamente a Anabel. Ian sintió un cosquilleo un la nuca y como un acto reflejo se lanzo hacia Anabel justo para que pudieran esquivar la bala. El joven de nombre Charles apunto ahora hacia Ian, pero Anabel tomo una silla y golpeo con todas sus fuerzas a su atacante. En ese momento una bala salió disparada y poso sobre el hombro de Anabel.

Charles calló inconsciente al suelo. Anabel soltó un grito mientras Ian corría a tomarla en sus brazos.

—Ian…—balbuceo la mujer—perdóname. Es toda mi culpa.

—saldremos de esta Anabel.

Ian comenzó a sentir una presión en la cabeza. Las imágenes de sus memorias empezaron a surgir espontáneamente en su interior. El jubilo al descubrir el nuevo planeta en aquel lejano sistema solar. La envidia desatada entre sus compañeros astrónomos. La impotencia y rabia cuando el profesor Petrowsky había robado su descubrimiento y lo había patentado como suyo. La ira cuando los despidió. El descontrol cuando Anabel lo encaro tratándolo de ladrón y amenazándole con contar a todos la verdad. La desgracia cuando el profesor la golpeó y ella se defendió dándole un empujón provocando fatalmente un golpe en la cabeza que había causado la muerte del profesor. Luego dijeron que todo fue un accidente. Borraron la cinta de seguridad y declararon que durante la pelea, el profesor se tropezó. Anabel se fue lejos, para no tener que soportar el dolor que le recordaba la imagen del rostro muerto del profesor Petrowsky.

Ian sentía dolor en su pecho. Si él hubiera defendido a Anabel, tal vez las cosas serian distintas. Si no se hubiera quedando observando como todo ocurría, podría haber salvado el destino de todos. Aquella era la culpa que llevaba siempre. Ese era el dolor que nunca lo dejaría tranquilo.

Entonces se percato de algo que antes no pudo ver. La grabación seguía andando y en ese momento ocurría la escena de la pelea. Pero visto desde aquel ángulo había algo distinto. En el momento en que Anabel le daba el empujón, el profesor no recibía el golpe, si no que tratando de buscar algo en un cajón del escritorio había perdido el equilibrio y caído abruptamente. Todo en tan pocos segundos que se podría tomar como un asesinato.

Ian se rió. Diez años de dolor. Diez años separados. Diez años de vivir una vida temerosa. Que irónico. Todo había sido en vano. Todo era una farsa. Que estúpidos habían sido.

Mientras la ambulancia se llevaba a Anabel, los policías arrestaban a Charles y tomaban la declaración de Ian, éste solo pensaba en el cielo. Allí, entre las miles de estrellas estaba aquel planeta, el causante de todo lo ocurrido. En su lugar, sereno, el astro nunca sabría que en su honor se libraron batallas a muerte y que por él, su amor debió aplazarse.

En la ambulancia junto a Anabel, le dedico una sonrisa. La mujer le respondió a pesar del dolor que sentía en el hombro.

—Te amo, Anabel. Siempre lo hice.

—Yo también, Ian. Regrese solo por ti.

Y en el cielo, las estrellas seguían su rumbo. El Planetario infinito tenía millones de galaxias, millones de constelaciones y millones de nebulosas. Pero en todo el universo no había amor más grande que el que ellos se tenían.

—todo estará bien, Anabel. Estaremos juntos para siempre.