jueves, 4 de junio de 2009

Planetarium


Planetarium

By Santiago Fernandez

Las aves en vuelo de hibernación hacia el norte revoloteaban sobre su cabeza impidiéndole que se concentrara en el libro. Sus pensamientos vagaban lejos de allí, viajaban a lugares distantes donde pudiera refugiarse del mundo exterior. Un mundo que todavía no podía comprender.

Los gritos de unos niños lo sacaron de su enajenación, trayéndolo de nuevo a la realidad. Allí estaban, jugando, ajenos a la inmensidad del universo, sin percatarse de lo pequeño que eran en el vasto espacio sideral.

Se puso en pie rápidamente y observo el árbol que le sirviera de respaldo por varias horas mientras leía su libro. Allí estaba todavía la marca que hiciera años atrás. Su nombre grabado con un cuchillo en la corteza y al lado de este un nombre que trajo a su mente muchos recuerdos. Anabel. Su sola mención acarreaba tantas memorias que hubiese deseado no haber mirado aquella marca.

Dio media vuelta y se encaminó al puente de aquel parque. Ya atardecía y las estrellas comenzaban a aparecer. Eran como unas pequeñas luces que iluminaban toda la bóveda celeste. Cuando casi llegaba al puente una silueta se acerco a él. En la penumbra del crepúsculo no pudo distinguir bien a la persona, pero pudo ver que era una mujer. Una briza de viento le llevo una oleada de perfume. Un aroma que se introdujo en lo más profundo de su ser. Un perfume que había olido tantas veces antes.

—Anabel.

La mujer se acerco aun más y rodeo su espalda con sus brazos en un cálido abrazo. El la envolvió con los suyos mientras el corazón latía estrepitosamente. Que Anabel hubiese regresado a la cuidad solo podía significar una cosa.

Los astros siderales recorrían el vasto cielo sin percatarse de la incertidumbre de su corazón.

—Ian…te he extrañado mucho…

—Yo también, Anabel. Estoy contento de que hayas vuelto…

Parecía inquieta. Algo debía ocurrirle. Cuál sería la razón para que hubiese vuelto. Y por qué lo estaría buscando a esas horas, cuando las constelaciones ya cruzaban el cielo.

—Debes venir, Ian. Todo ha cambiado. Hay problemas.

Lo que más tenía oír, ahora salía de la boca de Anabel. El pasado se arremolino en su cabeza vertiginosamente. Cada hecho de aquel funesto día cuando Anabel tuvo que abandonar la ciudad y sus destinos quedaron separados para siempre. Ahora todo volvía a ser tan claro y palpable que tuvo miedo de que se volviese a repetir.

— ¿vendrás, Ian?

La luna adornaba ahora el cielo. La noche se había apoderado del lugar y un dorado haz plateado de luz iluminaba sus rostros.

—no tengo otra opción, Anabel. Ambos sabemos que lo que ocurrió nos ha unido y separado a la vez.

—Todo ha cambiado—repitió—esta vez no tendremos que separarnos nunca más.

Parecía algo tan ilógico. Pero aun le bridaban esperanzas. Si lo que Anabel decía era cierto, entonces podrían ser felices, por siempre.

Sin decir una sola palabra más, ambos caminaron a través del parque. El auto de Anabel seguía siendo el mismo. Era todo como volver al pasado. A un tiempo donde todo era mejor.

Al interior del vehículo, el silencio seguía reinando el ambiente. Ni una sola palabra. Solo el angustiante ruido de un exterior donde nadie se percataba de que dos personas se volvía a encontrar después de diez años. Un reencuentro que traía nefastas consecuencias.

Tal como lo esperaba, llegaron al viejo observatorio abandonado. Las dependencias del edificio estaban tan gastadas y destruidas, que ya no parecía aquel lugar donde él y Anabel pasaban las horas. Pero aquel fue el lugar donde sus vidas cambiaron para siempre.

— ¿estás segura?

Anabel se bajo del auto y se dirigió a la puerta, escondida entre las enredaderas. Él la siguió. El volver a aquel lugar era como vivir de nuevo aquella pesadilla. Jamás podría olvidar el pecado cometido allí.

—Anabel…no creo que sea bueno…

—Te dije que todo cambio, Ian.

Vacilante se acerco a ella. Observo a su alrededor el paramo donde el observatorio abandonado se ubicaba. A lo lejos observo a un joven que recorría algunas de las dunas que la tierra formaba. La luna le dejaba ver que llevaba un suéter rojo. Allí en el cielo, serenos, todos los astros giraban en un constante movimiento, ajenos al dolor que en su pecho volvía a sentir.

Anabel saco un manojo de llaves y seleccionando una abrió la puerta que emitió un agudo sonido.

— ¿aun las tienes?...pensé que las habías botado…

Ella no dijo nada. Parecía otra persona. Sería acaso que el dolor era tan grande que no la dejaba actuar con normalidad. O se habría vuelto tan fría que recordar lo ocurrido allí, ya no le afectaba en lo absoluto.

Adentro estaba todo oscuro. Pero aun había energía eléctrica de emergencia. Todo era una maraña de polvo y desorden. Allí era donde por más de seis años habían trabajado en la observación de los señores del universo. Las constelaciones y galaxias habían sido su gran compañía. Hasta que ocurrió el gran incidente. Todo había acabado allí.

Los pasillos se mezclaban como en un laberinto. Anabel parecía recordar exactamente la habitación que buscaba. Como si nunca hubiesen pasado diez años. Cuando llegaron Ian se extraño de lo que sus ojos veían.

Era la sala de seguridad. Una pequeña instancia donde un guardia vigilaba antaño, los posibles problemas que pudiesen ocurrir. Anabel prendió una pequeña pantalla e inserto una cinta que estaba sobre la mesa.

— ¿Recuerdas que yo misma borre la cinta de seguridad, para que nunca hubiesen pruebas?

Ian asintió. Un sabor amargo recorrió su paladar.

—hace una semana exactamente recibí una carta donde se me acusaba de ser la culpable del crimen ocurrido aquí. Decía que tenía pruebas para tal denuncia y que debía venir aquí, contigo, para arreglar el asunto.

No podía ser cierto. Ian quería despertar de aquel sueño.

—No quería meterte en esto, Ian. Ya estuviste muy involucrado, solo por ayudarme. Así que vine sola hoy en la mañana…y…lo que descubrí me ha dejado desamparada. Aquí mismo estaba esa cinta reproduciéndose…

Ian observo la pantalla. Allí estaban él y Anabel. Y el desafortunado doctor Petrowsky. Como podía ser posible aquello, no lograba comprenderlo.

—no comprendo, Ian—continuo Anabel—como pudo existir una copia de esa cinta, ni quien es el que está detrás de esto. Pero tengo miedo…y tome una resolución…voy a confesar todo…tu sabes que es lo mejor, contare toda la verdad…debí hacerlo hace mucho tiempo.

Ian creyó que iba a desmayarse. Si Anabel confesaba todo, entonces estarían separados para siempre. Después de volver a verla, no podía estar lejos de ella…

Entonces descubrió porque tenía tanto miedo. Si Anabel confesaba…el también podría ser inculpado como cómplice.

—Anabel no debes…

—no te preocupes Ian. Nadie sabrá que tú me protegiste. Nadie sabe que tú eres un testigo.

Los planetas dieron un giro vertiginoso en la gran maquinaria del Universo.

—Yo lo sé.

Las palabras brotaron de la boca de un joven. Su presencia en la habitación fue tan sorpresiva, que Ian casi se cae de bruces. Era alto, cabello rubio y estaba vestido con un suéter rojo. No se sorprendió al ver que era el mismo que había divisado entre las dunas.

—yo sé todo. Sé que ustedes son un par de asesinos. Sé lo que hicieron en este lugar. Sé que por su culpa cerraron este observatorio.

Ninguno tenía palabras. El miedo, el dolor, la pena, la culpabilidad. Todo era mayor.

—Soy Charles Petrowsky. Ustedes mataron a mi padre. Ahora me vengare.

De su bolsillo extrajo un revolver y apunto directamente a Anabel. Ian sintió un cosquilleo un la nuca y como un acto reflejo se lanzo hacia Anabel justo para que pudieran esquivar la bala. El joven de nombre Charles apunto ahora hacia Ian, pero Anabel tomo una silla y golpeo con todas sus fuerzas a su atacante. En ese momento una bala salió disparada y poso sobre el hombro de Anabel.

Charles calló inconsciente al suelo. Anabel soltó un grito mientras Ian corría a tomarla en sus brazos.

—Ian…—balbuceo la mujer—perdóname. Es toda mi culpa.

—saldremos de esta Anabel.

Ian comenzó a sentir una presión en la cabeza. Las imágenes de sus memorias empezaron a surgir espontáneamente en su interior. El jubilo al descubrir el nuevo planeta en aquel lejano sistema solar. La envidia desatada entre sus compañeros astrónomos. La impotencia y rabia cuando el profesor Petrowsky había robado su descubrimiento y lo había patentado como suyo. La ira cuando los despidió. El descontrol cuando Anabel lo encaro tratándolo de ladrón y amenazándole con contar a todos la verdad. La desgracia cuando el profesor la golpeó y ella se defendió dándole un empujón provocando fatalmente un golpe en la cabeza que había causado la muerte del profesor. Luego dijeron que todo fue un accidente. Borraron la cinta de seguridad y declararon que durante la pelea, el profesor se tropezó. Anabel se fue lejos, para no tener que soportar el dolor que le recordaba la imagen del rostro muerto del profesor Petrowsky.

Ian sentía dolor en su pecho. Si él hubiera defendido a Anabel, tal vez las cosas serian distintas. Si no se hubiera quedando observando como todo ocurría, podría haber salvado el destino de todos. Aquella era la culpa que llevaba siempre. Ese era el dolor que nunca lo dejaría tranquilo.

Entonces se percato de algo que antes no pudo ver. La grabación seguía andando y en ese momento ocurría la escena de la pelea. Pero visto desde aquel ángulo había algo distinto. En el momento en que Anabel le daba el empujón, el profesor no recibía el golpe, si no que tratando de buscar algo en un cajón del escritorio había perdido el equilibrio y caído abruptamente. Todo en tan pocos segundos que se podría tomar como un asesinato.

Ian se rió. Diez años de dolor. Diez años separados. Diez años de vivir una vida temerosa. Que irónico. Todo había sido en vano. Todo era una farsa. Que estúpidos habían sido.

Mientras la ambulancia se llevaba a Anabel, los policías arrestaban a Charles y tomaban la declaración de Ian, éste solo pensaba en el cielo. Allí, entre las miles de estrellas estaba aquel planeta, el causante de todo lo ocurrido. En su lugar, sereno, el astro nunca sabría que en su honor se libraron batallas a muerte y que por él, su amor debió aplazarse.

En la ambulancia junto a Anabel, le dedico una sonrisa. La mujer le respondió a pesar del dolor que sentía en el hombro.

—Te amo, Anabel. Siempre lo hice.

—Yo también, Ian. Regrese solo por ti.

Y en el cielo, las estrellas seguían su rumbo. El Planetario infinito tenía millones de galaxias, millones de constelaciones y millones de nebulosas. Pero en todo el universo no había amor más grande que el que ellos se tenían.

—todo estará bien, Anabel. Estaremos juntos para siempre.


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